A estas alturas ya tenemos asumido que las cosas no van a ser como eran antes de la crisis, entre otras cosas porque el mercado estaba construido en el aire con una arquitectura de opiniones y actitudes, pero no sobre firmes cimientos económicos y sociales. Quien piense lo contrario se equivoca o nos quiere equivocar tal vez para coger algunos beneficios en bolsa.
Galbraith lo vaticinó en 2004 en "La Economía del Fraude Inocente", y hoy podemos afirmar que no le hicimos caso. Decía entonces Galbraith que la distancia entre la realidad y la "sabiduría convencional" nunca había sido tan grande como hoy en día porque el engaño y la falsedad se han hecho endémicos. Tanto los políticos como los medios de comunicación han metabolizado ya los mitos del mercado, como que las grandes corporaciones trabajan para ofrecer lo mejor para el público, que la economía se estimula si la intervención del Estado es mínima o que las obscenas diferencias salariales y el enriquecimiento de unos pocos son subproductos del sistema que hay que aceptar como males menores.
Es decir que nos hemos rendido totalmente ante el engaño y hemos decidido aceptar el fraude legal, "inocente". Pero la realidad es que el mercado está sujeto a una gestión que financian y planifican cuidadosamente las grandes corporaciones privadas. Éstas, por otra parte, ni están al servicio del consumidor ni las controlan sus accionistas, sino los altos ejecutivos que han desarrollado una compacta burocracia corporativa responsable de escándalos financieros como los de Enron, Worldcom o Arthur Andersen.
La distinción entre los sectores público y privado cada vez tiene menos sentido porque son los grandes conglomerados empresariales quienes gestionan el gasto militar y el dinero público. Lo que al gran economista le repugna es la aceptación acrítica de un sistema que retuerce a su gusto la verdad y enaltece la especulación como fruto del ingenio, la economía libre de mercado como antídoto para todos los males del mundo y la guerra como el gran instrumento de la democracia.
Pues sí, tenemos por delante mucho que hacer, y lo primero que podemos hacer es formar a nuestra juventud y dotarla de herramientas éticas y globales, a los que en unos 15 años tendrán que decidir si están al servicio de las personas o al servicio del mercado: démosles unas buenas tijeras para que no sean marionetas de un sistema que condena a ser humano a vivir en un mundo ilusorio e irreal.
Galbraith lo vaticinó en 2004 en "La Economía del Fraude Inocente", y hoy podemos afirmar que no le hicimos caso. Decía entonces Galbraith que la distancia entre la realidad y la "sabiduría convencional" nunca había sido tan grande como hoy en día porque el engaño y la falsedad se han hecho endémicos. Tanto los políticos como los medios de comunicación han metabolizado ya los mitos del mercado, como que las grandes corporaciones trabajan para ofrecer lo mejor para el público, que la economía se estimula si la intervención del Estado es mínima o que las obscenas diferencias salariales y el enriquecimiento de unos pocos son subproductos del sistema que hay que aceptar como males menores.
Es decir que nos hemos rendido totalmente ante el engaño y hemos decidido aceptar el fraude legal, "inocente". Pero la realidad es que el mercado está sujeto a una gestión que financian y planifican cuidadosamente las grandes corporaciones privadas. Éstas, por otra parte, ni están al servicio del consumidor ni las controlan sus accionistas, sino los altos ejecutivos que han desarrollado una compacta burocracia corporativa responsable de escándalos financieros como los de Enron, Worldcom o Arthur Andersen.
La distinción entre los sectores público y privado cada vez tiene menos sentido porque son los grandes conglomerados empresariales quienes gestionan el gasto militar y el dinero público. Lo que al gran economista le repugna es la aceptación acrítica de un sistema que retuerce a su gusto la verdad y enaltece la especulación como fruto del ingenio, la economía libre de mercado como antídoto para todos los males del mundo y la guerra como el gran instrumento de la democracia.
Pues sí, tenemos por delante mucho que hacer, y lo primero que podemos hacer es formar a nuestra juventud y dotarla de herramientas éticas y globales, a los que en unos 15 años tendrán que decidir si están al servicio de las personas o al servicio del mercado: démosles unas buenas tijeras para que no sean marionetas de un sistema que condena a ser humano a vivir en un mundo ilusorio e irreal.